"—Lamento decirle que en el mejor de los casos le quedan
seis meses de vida.
Eso es lo que acaba de decirme el médico, mirándome
imperturbable, como si yo fuera una rata o un ratón.
—No hay nada que podamos hacer.
Eso es lo que ha añadido, mirándome con disimulada repugnancia,
como si yo fuera una araña o un alacrán.
—La enfermedad está muy avanzada y ya no es posible
operarlo.
Eso es lo que ha sentenciado el hijo de puta, mirándome
con alivio, tal vez incluso con alegría, exonerándose de la responsabilidad de
curarme, anunciando mi muerte inminente como si la hubiera deseado toda su
vida, como si yo fuera esa cucaracha que no alcanzó a pisar una noche en la
cocina y se le escapó, sigilosa.
Bien, voy a morir. No podemos decir que se trate de una
primicia. Lo sabía desde niño. Solo que ahora sé que voy a morir en pocos meses,
si puedo confiar en la palabra de este médico pusilánime, y todos me han dicho
que debo confiar en ella.
No me sorprende ni me indigna ni me entristece que el médico
me mire como si yo fuera una rata o un ratón o una araña o un alacrán o la
cucaracha que no pudo pisar esa noche en la cocina. No me sorprende porque siempre
he creído que los médicos en general, salvo algunas excepciones que no conozco,
son unos cabrones hijos de mil putas que solo quieren esquilmamos y luego
vernos morir cuando ya no nos queda un céntimo más.
Lo que el médico no sabe es que me ha dado una buena
noticia.
Hace ya tiempo que me aburrí de ser yo mismo y que deseo
descansar de esa condena abrumadora. Estoy cansado de llamarme como me llamo,
de llevar la cara que llevo, de repetir las tediosas ceremonias domésticas que,
sumadas, configuran los días, confirman el paso del tiempo y me recuerdan que
todavía estoy vivo, pero no por mucho tiempo más.
Me llamo Javier Garcés y por supuesto yo no elegí llamarme
así, lo eligieron mis padres (que por suerte ya no están vivos, y a los que
preferiría no ver si hay una vida después de esta vida), y soy una rata, un ratón,
una araña, un alacrán y una cucaracha, y por supuesto yo sí elegí ser todo eso,
un sujeto miserable, rastrero, abyecto, vil.
Por eso no me ha sorprendido que el médico de la clínica
Americana me mirase como si fuera lo que en verdad soy y por eso no me ha
apenado enterarme de que el mal bicho que soy (y que elegí ser) tiene los días contados.
Todos tenemos los días contados, pero los míos están más contados, los míos son
ciento ochenta días en el mejor de los casos, y ya sabemos que el mejor de los
casos no es mi caso
.
Digamos entonces que soy un gran hijo de puta y que me
quedan cien días o poco más para seguir disfrutando de ser un gran hijo de
puta. No se nace hijo de puta, se elige serlo, o yo al menos elegí serlo. Pude
ser una buena persona, pero me parecía aburrido, previsible, patético. Siempre
asocié el humor con la maldad y, como quise divertirme, me fui educando y
refinando en la maldad, el rencor, la venganza y el cinismo como formas de hacer
la vida más llevadera y, si acaso, entretenida.
He tenido éxito, o el éxito que he procurado
obstinadamente alcanzar, o el éxito que merezco y que otros intentaron escamotearme.
El éxito, en mi caso, no podría atribuirse al azar, a la buena fortuna. El éxito
me lo he forjado fría y calculadamente, se lo he arrebatado a los miserables
que pugnaban por negármelo,y lo he conseguido gracias a que soy terco pero,
sobre todo, a que soy un gran hijo de puta.
No podría tener todo lo que tengo, que es más de lo que
imaginé que alguna vez tendría y que es menos de lo que merezco, si no fuera porque
he sido cruel, despiadado, implacable en la defensa de mis intereses y en el
combate contra mis enemigos.
Curiosamente, ahora que sé que voy a morir, ahora que sé
que me quedan cien días o poco más y que nadie llorará mi muerte y que unos
cuantos de mis más pertinaces enemigos se alegrarán con la noticia de que, sin
merecerlo, me han sobrevivido y de ese modo han obtenido una última y despreciable
victoria sobre mí, ahora que sé todo eso y que miro atrás y pienso en lo que
debo hacer con mi vida para encontrar la manera más digna de morir, una idea
asalta mi mente y adquiere los contornos de una obsesión: me importa un carajo
ser un hombre de éxito, nada de lo que he conseguido tiene valor ni perdurará,
lo único que me interesa es vengarme de mis enemigos.
Tengo un número impreciso y ciertamente abultado de
enemigos, pero enemigos de verdad son los que uno recuerda cuando le dicen que
va a morir pronto y se niega a dejarlos vivos.
Esto es lo que acabo de descubrir saliendo esta tarde del consultorio
del médico hijo de puta que me miró como si fuera una rata o una cucaracha, sin
saber que en efecto lo soy, como probablemente lo es él también.
Acabo de descubrir quiénes son exactamente mis enemigos,
cuántos son exactamente mis enemigos. Acabo de descubrir que mi muerte solo será
digna y dará coherencia a mi vida si, una vez identificados esos enemigos, a
los que odio con justificada razón y cuyos rostros babosos se me aparecen
ahora, encuentro en mí el frío coraje, la sed de venganza y la astucia para
acometer la empresa más bella y admirable de cuantas me he propuesto en la vida:
matar a esos cinco hijos de puta.
Bien, he de morir, he de morir pronto. Pero no moriré como
una buena persona porque nunca lo he sido y no sabría simularlo en esta última
parte de la carrera. Moriré como lo que soy, como una rata, como un alacrán,
como una tarántula, como una cucaracha. Moriré concediéndome la dicha más
acabada que puedo imaginar: matar a esos cinco hijos de puta que hicieron todo
lo posible por joderme la vida y que no merecen seguir viviendo cuando yo no
esté. No puedo evitar mi muerte, pero puedo evitar que ellos asistan a mi
muerte; puedo evitar que ellos sonrían, pérfidos, mediocres, canallas, cuando se
enteren de que he muerto.
Veámoslo, entonces, con moderado optimismo: el médico me
ha dado la mala noticia de que me quedan seis meses de vida o menos, pero al
mismo tiempo, y sin quererlo, me ha permitido descubrir una noticia espléndida
y alentadora: que estos serán los mejores seis meses de mi vida porque me dedicaré
por entero a matar a esos cinco hijos de puta que hicieron todo lo posible para
verme fracasar y que no lo consiguieron pero que no por eso merecen mi
indulgencia o compasión. Esos cinco hijos de puta van a morir, tienen que
morir. No he matado nunca a nadie (quiero decir, no he matado nunca a ninguna
criatura humana), pero me ha llegado la hora de educarme en tan noble propósito
y de hacer una última e inestimable contribución a la humanidad: limpiarla y
purificarla de la presencia hedionda de esos cinco hijos de puta a los que
mataré antes de morir.
Por primera vez en mucho tiempo siento que mi vida tiene
sentido. Curiosamente, todo lo anterior (la puja feroz por el éxito, el combate contra los
enemigos, las glorias fugaces, los amores perdidos) me parece ahora solo un
entrenamiento para lo que me espera: medir sin testigos, ante mí mismo, las dimensiones
exactas de la maldad que habita en mí y la hondura y la pureza del goce que sobreviene
al ejercicio sistemático de la venganza.
Dicho de otro modo: no debería tener razones para vengarme
de nadie porque nadie consiguió arrebatarme la sensación de éxito que todavía
me envuelve y que los demás perciben como un hecho indudable, que soy un
ganador y un gran hijo de puta, pero no teniendo razones para ejercer la
venganza como mi última ambición, me sacude un ramalazo de placer parecido al éxtasis
o al orgasmo cuando imagino las caras de mis enemigos, esos cinco hijos de
puta, en el momento exacto de morir, que será el que yo elija.
Estos serán los mejores meses
de mi vida y lo serán porque estarán animados por
el afán de venganza y porque ese afán no estará exento de astucia, prudencia y
valor. Solo moriré en paz, como un gran hijo de puta, si confirmo ante mí mismo
que poseo la inteligencia y los cojones de matar a esos cinco
mequetrefes envidiosos que ahora pagarán por todas las insidias y ruindades que
tramaron contra mí. No será, entonces, un crimen injusto: esos cinco
indeseables se han ganado a pulso su propia muerte. Alguien tiene que hacer el
trabajo sucio. No seré yo quien le quite el cuerpo al toro. Arrojo torero nunca
me ha faltado y espero que tampoco me falte cuando más lo necesite.
Mi vida nunca tuvo mayor sentido, fue solo una suma de
empeños vanidosos, pero ahora, de pronto, inesperadamente, tiene más sentido
que nunca, y puedo advertir con una nitidez que me enceguece que todo lo que he
vivido me ha preparado para este momento, el de exterminar a mis cinco peores
enemigos, el de inaugurarme en el incomprendido oficio de homicida, el de
confirmar si soy capaz de ser el gran hijo de puta que toda la vida he creído ser,
que me he jactado de ser. Bien, ha llegado la hora de la verdad. Si soy ese
gran hijo de puta que siempre se sale con la suya y cae parado y consigue
humillar a sus más sañudos y venenosos adversarios, deberé demostrarlo ahora,
en estos últimos meses de vida, matando con discreción, buen gusto y elegancia
a esos cinco hijos de puta que ciertamente no merecen vivir, que ciertamente no
merecen vivir cuando ya no viva yo.
Nunca tuvo más sentido mi vida que ahora que sé a quiénes
debo matar. Que después me toque morir me parece un premio que no merezco. Cinco
y solo cinco (quisiera que fueran más, pero solo esos cinco se me aparecen, testarudos,
cuando repaso la lista de mis enemigos más conspicuos o de los que quisieron
hacerme más daño a sabiendas o de los que más esfuerzo depositaron en la causa de
joderme la vida, sin conseguirlo por cierto) son los miserables sujetos que
debo matar antes de morir.
Desde luego, podrían ser seis, podrían ser cuatro, podrían
ser diez, pero debo ser justo y minucioso en el ejercicio de la venganza, y
solo debo exterminar a los que en verdad han hecho merecimientos para recibir dicho
castigo. No se trata de matar por el puro placer de matar: se trata de impartir
justicia, de hacer algo bueno por el mundo antes de irme de acá, de pensar por
una vez en los demás y no en mí. Se trata, en suma, de un breve y urgente
ejercicio sanitario: el mundo, ese hervidero de apetencias y pasiones y traiciones
que llamamos «el mundo», será un lugar mejor, indudablemente mejor, cuando no
lo habiten esas cinco personas que yo mataré y cuando no lo habite yo mismo,
que, con seguridad, soy un peor hijo de puta que esos cinco hijos de puta a los
que un mínimo sentido de la decencia me obliga a matar.
Pero yo al menos tengo el buen gusto de reconocerme como
un hijo de puta y de no andar posando como un caballero virtuoso y ejemplar, de
recta andadura, como hacen esas sabandijas que ahora he de aplastar sin compasión
y con incalculable regocijo.
No es verdad, entonces (lo supe desde niño), que el
ejercicio de la bondad (que en mi caso supuso siempre un esfuerzo, una impostura)
sea la fuente o el origen de la felicidad. Muy por el contrario, yo he hallado siempre
satisfacción, orgullo y hasta júbilo cuando me he abandonado al ejercicio de la
maldad, la venganza y el rencor. Lo que me procura moderadas dosis de bienestar
es reconocerme como un hijo de puta y actuar en consecuencia. Lo que me estorba
es tratar en vano de ser una buena persona. Yo he nacido para encontrar belleza
en la maldad y elegancia en el rencor y pureza artística en la venganza. Así he
nacido, así he vivido y así debo y quiero morir: buscando el mórbido placer de
sentirme un sujeto peor (pero mucho más encantador) que todos los que conozco."
Fragmento del Libro Morirás Mañana
Jaime Bayly
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